De hadas y duendes



Era temprano, acababa de amanecer, podía ver la escarcha en la hierba del prado y la humedad condensada en los vidrios de las ventanas, como si los Duendes hubiesen estado toda la noche llorando. Desde mi rincón, podía ver como se disipaba la espesa niebla de los montes donde debíamos ir a pastar. Mientras me vestía, contaba los tejados helados de la vecina aldea. Sonaba de fondo el crepitar del fuego, y le hacía coro el tintineo de la cuchara agitando el café. Y en la cerca, el frío había cristalizado la telaraña que a Tecla tanto le costó tejer. Desde el establo reclamaban su salida diaria y su dosis de sal. Y tú, en la cama dormías soñando un verano, dormías y yo queriendo yacer junto a tí.

Era temprano, acababa de amanecer, que diferente se ve la hierba del prado en verano. Las Hadas afanosas emparejaban los pétalos de las flores que estaban por abrir. La corriente del río, crecido por el deshielo, refrescaba a las etéreas libélulas que revoloteaban al calor de la mañana. Desde mi rincón podía ver como los primeros rayos de sol calentaban los tejados de la vecina aldea. El anciano castaño crujía sus ramas a modo de bienvenida, nuevas generaciones poblaban los nidos y rompían con el pico las frágiles cáscaras que les separaban del mundo. Y en la cerca, su roida madera, rezumaba vida por los agujeros que las termitas dejaban a su paso. Y tú, en la cama dormías añorando el frío del invierno, dormías y yo queriendo yacer junto a tí.
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