Me condenas, te condeno
El olor a tabaco rancio había traspasado el grueso tejido de las cortinas.
Las grandes flores doradas que lo decoraban, eran testimonio vivo de la época en que estuvieron de moda.
Por su parte superior, un delgado haz de luz se colaba a través de un orificio circular y minúsculo.
Las diminutas motas de polvo que quedaban a la vista, seguían la estela de luz en su recorrido por el cuarto.
Una pesada y raída alfombra, prima hermana de las persas, cubría los desconchones de demasiadas baldosas.
La mancha era demasiado grande. La alfombra no pudo empaparla toda. El exceso traspasó los nudos de lana, plasmando un cerco eterno en las baldosas.
Su mano tocaba levemente la empuñadura del arma, al caer sobre la mullida alfombra rebotó unos centímetros, alejandola de sus dedos.
La palidez de su piel y el rubor violento de la sangre combinados, daban un toque fantasmagórico a la escena.
Su cabeza, apoyada a los pies del sofá, se inclinaba sutilmente a la derecha.
La pólvora que manchaba su sien a la entrada, dibujaba una demoníaca estrella de piel quemada.
El cielo al fin se abrió en su corona, dejando entrar en su cráneo, el haz de luz al que la bala dejó entrar por la cortina.
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