El rostro del Haren




En la Medina, el calor era asfixiante.
El fuerte olor a especias y cuero, llegó a marearme.
Ocres yeserías observaban mi entrada al Palacio.
En el centro, una fuente de aguas cristalinas, inundaba el aire con musical tintineo que refrescaba mi espíritu.
Junto a ella me esperaban.

Mi amigo Omar estaba bien situado.
Era el ayudante del Cadí, gozaba de ciertos privilegios reservados siempre para la gente más influyente.
Nos sirvieron el té sobre una mesilla de plata, sus ricos adornos, dejaban patente la importancia de los asuntos que íbamos a tratar.
El sultán, enjoyado de pies a cabeza, transmitía cierta serenidad. A modo de corona, llevaba un turbante dorado con un gigantesco zafiro, que oscilaba levemente con cada movimiento qué hacía al hablar.
Los sirvientes, pulcros e inmaculados, se retiraron entre reverencias para dejar paso a la conversación, que sus oídos no debían escuchar.

El asunto era peliagudo, la última concubina del sultán se había rebelado.
Impulsada quizás por el ímpetu de su juventud, la mujer se negaba a ser sumisa y no obedecía, hablaba sin ser preguntada y descubría su cabeza sin autorización.
No comprendía la desigualdad entre los sexos, desatendía sus obligaciones conyugales y ya se había enfrentado a los azotes por no respetar al Imán.

Simplemente quería poder hablar en público, poder opinar, que el sol bañara su rostro y ante todo, ser una mujer libre.
Los hombres no la comprendían, ella era libre dentro del harén entre las demás concubinas, y relativamente, ante el sultán. La vestían con ricas sedas y abigarradas joyas, aunque esto nunca le trajo felicidad.
Sentía que la habitación se le quedaba pequeña, su cuerpo se le quedaba pequeño, quería volar...
Hablar con quién quisiera...
Amar a quien quisiera...
Así entendía ella la libertad.

Este pecado le costaría más caro, unos azotes ya no bastarían. La pena que estaba sobre la mesa era la lapidación.
En la reunión todos quedamos de acuerdo, la máxima pena la redimiría.

Dos preguntas que no encajaban en aquel siglo, asaltaron mi mente de hombre arcaico e irracional.
Era la última concubina la primera feminista?. 
Tenía una mujer derecho a ser, a sentir y pensar igual que un hombre?. 

De ninguna de las maneras, aquello no se debía permitir, daría pie a que surgieran más mujeres pensadoras e inquietas.
El problema a solventar, era que el sultán estaba enamorado.
Se volvió hombre para implorarle que diera su brazo a torcer.
A nuestros ojos se volvió débil y un temor nos invadió...
El hombre comenzaba a ceder ante la mujer, tratar a la hembra de igual a igual podría provocar una gran fractura... Y aquella sin razón, podría desembocar en la destrucción paulatina de nuestro Imperio.
El de los hombres...
Pero ante el deseo de aquella testa adornada de zafiro, nada se podía hacer.

Ella gritó al viento que quería ser libre, jamás sería sumisa. De su madre no sería una copia. Solo firmando su libertad, cabría una posibilidad de amarle.

Y contra todo pronóstico, el sultán, por amor, cedió.... Cambiando para siempre el rostro del harén.

Para mi amiga Lola.
La mujer más fuerte que he conocido.
💜💜💜

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